miércoles, 10 de abril de 2013

Roa, de Andrés Baiz: la historia de los ganadores

En la letra menuda de los créditos finales de Roa, se reconoce que el material que sirvió de base a la película, la novela El crimen del siglo de Miguel Torres, fue libremente modificado por necesidades propias de la narrativa audiovisual. Sería insustancial entrar en los meandros teóricos de la adaptación para, a partir de ahí, justificar o condenar los desacuerdos entre ambas obras. Eso no es lo importante. Roa tampoco traiciona a la Historia con mayúscula, esa que escriben los ganadores, porque en el caso del asesinato de Gaitán ni siquiera hay certeza del simple hecho de quién le disparó al líder liberal; o sea que no hay nada que traicionar.

Al pasar por encima o interpretar a su modo algunos detalles de la reconstrucción ficcionada de Miguel Torres, Roa desarrolla, no por necesidades propias de la narrativa audiovisual sino por voluntad expresa, un punto de vista aséptico y despolitizado sobre el 9 de abril. (Me gustaría decir esnobista y frívolo, pero es mejor no dar pie a que la argumentación que sigue se juzgue como un ataque personal).


Mauricio Puentes, el Roa de la película de Andrés Baiz.
Torres describe a Juan Roa Sierra como "el menor de los 14 hijos de Encarnación Sierra y Rafael Roa, también albañil y quien murió de una enfermedad respiratoria producida por su oficio. 

"Cuando ocurrieron los hechos -sigue El crimen del siglo-, Juan vivía con su mamá en el barrio Ricaurte, mantenido por ella. Ocho de sus hermanos habían muerto y otro había sido recluido en Sibaté por  problemas mentales. Quizá Juan también los padecía, porque solía afirmar ser la reencarnación de Gonzalo Jiménez de Quesada y de Francisco de Paula Santander".

Una versión más "fiel" al registro histórico describe a Roa, en el instante del crimen, como "un joven que vestía un raído traje de paño, zapatos rotos de color amarillo y un sombrero  sucio (que) descubrió un revólver y dirigió su cañón contra la  humanidad del líder de las clases populares". Y Plinio Apuleyo Mendoza, en su artículo de El Tiempo de ayer, en el cual mete baza sobre el "verdadero" autor de los hechos, lo describe, citando el testimonio del dueño de la farmacia Granada, donde el supuesto asesino se refugió después de disparar, como un hombre pequeño y muerto de miedo, y aporta otros detalles de su aspecto: "mal trajeado, con una barba de tres días ensombreciéndole el rostro y una mirada llena de odio".



Según esta iconografía estamos frente a un tipo social concreto, proveniente de lo más oscuro de esas clases populares que habían llegado a Bogotá a malvivir en sus márgenes, sin ninguna posibilidad de integrarse a las promesas de bienestar material de las sociedades modernas. Precisamente el tipo de personaje que constituyó parte de la base electoral de Gaitán, y que en las horas posteriores al 9 de abril estuvo a un paso de cambiar el rumbo de país a punta de machetes y otras herramientas de trabajo, pero que fue vencida por "el trago", más que por la traición inveterada de los dirigentes políticos. Son los hombrecitos de las "casas de vecindad" que pueblan la literatura de un José Antonio Osorio Lizarazo, cronista como pocos de esta encrucijada socio-política.

Hacernos sentir esa estrechez económica y espiritual bien hubiese podido ser un reto de la película Roa, y de su director Andrés Baiz (Satanás, La cara oculta), en este su tercer largomentraje. La mugre, la fealdad, la oscuridad, el hacinamiento, también pueden ser cinematográficos. Pero Baiz elige otro camino y lo que traiciona entonces no es la Historia ni la novela de Miguel Torres. Con su decisión de que todo se vea luminoso como un sol de justicia, desde los hermosos vestidos tropicales de la esposa de Roa (Catalina Sandino), hasta la casa en donde vive con ella y con su pequeña hija, pasando por las frutas dispuestas en la mesa o por el patio brillante y con materas donde se toman el último desayuno, Baiz le asesta un golpe mortal a la verosimilitud de la versión de los hechos que cuenta.


Sin un contexto realista y creíble en el que los personajes se desarrollen, toda la enajenación mental de Roa (Mauricio Puentes) queda reducida a mohín y chascarrillo. Su resentimiento, uno de los supuestos móviles de la acción, resulta ininteligible. El entusiasmo y posterior desencanto del protagonista con Gaitán (Santiago Rodríguez) ocurre en un "ninguna parte". El descenso más profundo en esta actitud profiláctica, se da en el momento en que Roa, cercado por múltiples presiones y por su propia tendencia a la locura -lo cual tomo del libro porque la película evade mostrar esa red de circunstancias en toda su complejidad y la reduce a una serie de anécdotas-, intenta suicidarse en el Salto del Tequendama. Este momento climático es tratado en la película como un chiste más, como un excursión turística al pasado de nuestro paisaje y al pasado de nuestra televisión, en tanto es Héctor Ulloa, Don Chinche, quien interpreta al fotógrafo que se ofrece a captar el "momento cumbre del personaje".

Cualquier mérito de esta película queda subordinado a esta actitud que insisto en nombrarla como un síntoma de algo más general que aqueja al cine colombiano: la despolitización, o lo que en otra ocasión, a propósito de Pequeñas voces, consideré como un vaciamiento político. No somos capaces de tomar una posición y hacernos cargo de nuestra memoria y nuestros lastres. Son los vencedores los que han escrito y siguen escribiendo la historia, ella es su "coto de caza". Y los vencedores ahora son distintos pero representan la misma actitud de la clase dirigente de siempre: son, por ejemplo, estos empresarios del cine que no tolerarían un punto de vista de verdad cuestionador, que no pasa por saber quién mató a Gaitán o por hacer revisionismo trasnochado e intrascendente, sino por penetrar en unas realidades de miseria y exclusión jamás contadas, tratar de entender qué humanidad sobrevive en ellas, y cómo, en efecto, pueden cambiar la historia, al entrar en colisión con la opulencia arrogante de las clases ricas. Esa purga sangrienta que se dio el 9 de abril, el cine colombiano aún no la ha sabido mostrar. Ver el plano general, copioso en información, y no el detalle digerible y deslumbrante. ¿Dónde está la historia que solo le es dado escribir a los perdedores?, para usar el sentido de una frase del prólogo de Gustavo Álvarez Gardeazábal a una edición de Cóndores no entierrran todos los días.

Roa termina con una orgía luminosa de violencia, y con el sacrificio del protagonista en manos de una horda enfurecida. Roa desnudo en posición de un Cristo que ha descendido de la cruz, con los estigmas en su cuerpo y las teas ardientes por toda la ciudad. Son imágenes de placer religioso apenas moderado por las fotografías de Sady González en el prólogo del film, que aportan un poco de realismo documental en medio de la estetización "abyecta" de la pobreza y la violencia. Se entiende, en este contexto, por qué Baiz invitó "a gozar" al público cartagenero reunido en el último festival de cine, donde su película fue la gala inaugural: es que Colombia es pasión, así en la vida como en la muerte.

Ver trailer: