sábado, 30 de noviembre de 2013

Crónica del fin del mundo: cine colombiano en la justa medida

En agosto pasado, la opera prima de Mauricio Cuervo, Crónica del fin del mundo, inauguró el Festival de Cine Colombiano de Medellín. En ese momento, el director del Festival,Víctor Gaviria, hizo un generoso elogio de esta película, sobre todo porque en ella se concretaba, según el director de Rodrigo D., el impulso de hacer un cine barato, de pocos actores y locaciones, y con mínimos elementos narrativos.

Víctor Hugo Morant, en Crónica del fin del mundo
En vez de blindarse en su prestigio y hacer un gesto de defensa instintiva del territorio perdido, como hacen tantos otros directores de la "vieja escuela", Gaviria se abría a los pequeños milagros que esta nueva generación ha hecho posible. Realizar películas de una justa medida, que hablan de lo que se quiere hablar, con sinceridad y sin grandes énfasis, en un tono reposado más cercano a lo que uno supone que es la vejez. Y también fracasar en la taquilla, pero hacerlo con altura y dignidad, con el convencimiento de que más allá del histérico mercado de novedades y el impaciente conteo de espectadores del primer weekend, hay un público para estas películas, unos espectadores que tarde o temprano se darán por enterados

Ah, pero hablaba de la vejez. Pues ese es precisamente el tema principal de Crónica del fin del mundo. Pablo, es un viejo encerrado en su apartamento, prisionero de su miedo y su desencanto. El personaje, interpretado convincentemente por Víctor Hugo Morant, viejo actor de la televisión, perdió a su mujer en una explosión, hace 20 años, los mismos que ha pasado sin salir a la calle, asistido en cada necesidad por su hijo Felipe (Jimmy Vásquez), uno de esos profesionales precarios a los que, en palabras de su padre, "les han robado el futuro".

También componen este círculo Claudia, la esposa de Felipe, el pequeño hijo de ambos y un amigo algo atolondrado, con el que Felipe toma cerveza e imagina planes. El contexto que agrupa a este reducido grupo es la profecía maya del fin del mundo, y la manera como cada personaje se comporta frente a esta incierta expectativa. Pero ¿quiénes son los viejos? ¿Cuántos de estos personajes carecen, de hecho, de futuro? ¿Cuál es el mundo que se ha acabado ya? ¿Qué vendrá? Son grandes preguntas, pero la película ofrece frente a todas ellas respuestas muy parcas, casi siempre a través de diálogos inteligentes que dejan en claro la madurez de los realizadores, la claridad con que enfrentaron este proyecto y su radicalidad para llevarlo a buen término.

Crónica del fin del mundo destila pesimismo y desencanto, pero no en el tono pueril de films como Apatía. Una película de carretera, y otros títulos colombianos sobre el país enfermo y en bancarrota. Aquí no se trata ni siquiera de un alegato en contra de Colombia -aunque las marcas del país y en concreto de la ciudad de Bogotá nunca se disimulan-, sino de una desolación existencial que apenas tiene en el cine colombiano lejanos antecedentes como Pasado el meridiano de José María Arzuaga o Pisingaña de Leopoldo Pinzón.

La opera prima de Cuervo tiene problemas técnicos y narrativos como un sonido plano o la inconsistencia de ciertas acciones de los personajes, que atentan, por momentos, contra la verosimilitud de lo que se está contando. Y quizá un contexto social trabajado con apresuramiento. Pero estas deficiencias se pasan fácilmente por alto ante la capacidad de la película para crear unos personajes con conflictos en los que cualquier espectador se puede reconocer. Crónica del fin del mundo ofrece la posibilidad de que, contrario a una tradición muy extendida en el cine colombiano, nos sintamos solidarios con estos personajes, los acompañemos en su deriva. Si eso no es de algún modo pensar en el público, entonces no entiendo el papel del público en esa aventura común a todos de crear un cine nacional del que no sintamos vergüenza.

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jueves, 7 de noviembre de 2013

El día del cine en pequeños formatos, ahora en Bogotá

El Día del Cine en Formatos Pequeños es una celebración del cine hecho en formatos menores que se lleva a cabo en varios lugares del mundo. Y este sábado 9 de noviembre también se realizará en Bogotá.


El evento empezó en 2002, a cargo de un grupo de archivistas voluntarios preocupados por el futuro de las películas que se filman en casa. Varios países hispanoparlantes lo han adaptado como Día del Cine Casero o Día del Cine Doméstico.                                                    
El próximo sábado en Bogotá, entre 11:00 y 4:00 de la tarde, un grupo de archivistas expertos revisará las películas, sin costo alguno. La invitación está extendida a quienes tengan películas en formato 8mm, Super 8 mm ó 16 mm. Esta jornada permitirá inspeccionar, limpiar, reparar y proteger los materiales. 

La iniciativa reacciona ante la evidencia de que la mayoría de las personas no cuentan con el equipo apropiado para cuidar y proyectar estos materiales, y dada la fragilidad de los mismos. Desde sus inicios hace más de una década, la jornada se ha extendido a más de dos docenas de lugares en países como Estados Unidos, México, Canadá, Argentina, España y Japón. 84 eventos y 25 nuevos lugares se han sumado para la decimosegunda versión en este 2013. 

El evento, que se celebra por primera vez en Bogotá, tendrá como sede a Plataforma: Calle 10 No 4-28. El evento es con entrada libre.

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Más información en: 
bogota8y16@gmail.com  y (320) 331 61 24



martes, 29 de octubre de 2013

Cazando luciérnagas: el lenguaje de los márgenes

En la década de 1990, la corriente dominante del cine latinoamericano tuvo como uno de sus sellos las historias urbanas. Las películas de esos años filmaron la ciudad, con sus promesas incumplidas y sus amplios márgenes segregados. El fracaso de las naciones latinoamericanas, que se sentía tan vivamente por entonces, se concretaba de forma palmaria en ese organismo anómalo y enfermo que era -y es- la ciudad. Incluso películas en el cruce de dos décadas -los noventa y el nuevo siglo- como Amores perros o Ciudad de Dios, arrastraban sedimentos de esa corriente anterior y al mismo tiempo fueron su canto de cisne.


Valentina Abril y Marlon Moreno.
En los últimos años, sin embargo, muchos films de la región sienten el impulso de mostrar lo rural, el paisaje natural, las formas de vida ajenas a los flujos urbanos o metropolitanos. El cine colombiano, que en la anterior década aportó al "género urbano" títulos emblemáticos como Rodrigo D. o La vendedora de rosas (ambas de Víctor Gaviria), en este nuevo siglo también ha terciado en la vocación por lo campesino. Películas como El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia), La Sirga (William Vega), Los viajes del viento (Ciro Guerra) y otras de próximo estreno como Nacimiento (Martín Mejía) y El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra), además de una gran variedad de cortos, son prueba de que, a pesar del aislamiento del cine colombiano, hemos ido encontrando la manera de ser parte de esta tendencia.

En el caso colombiano, ese ejercicio de "mostrar el paisaje" es, si se quiere, más complejo que en otras cinematografías. En primer lugar por el peso que tiene en nuestro cine la referencialidad, el caracter del cine como índice y registro, o para decirlo a secas, la tendencia a unir la realidad y su representación en un todo indiferenciado. Por otro lado, y seguramente en relación con lo anterior, por el peso de la historia reciente del conflicto que ha dejado una huella diferenciada y dolorosa en los campos colombianos, en el paisaje y las gentes que lo habitan.

Cazando luciérnagas, el largometraje de ficción de Roberto Flores Prieto (Heridas), se inscribe, problemáticamente, en esa naciente tradición. Se trata de un argumento en torno a dos personajes de cara a un paisaje al mismo tiempo bello y hostil: un lugar de explotación salina al cuidado de un hombre que está en fuga de algo que lentamente vamos intuyendo. La relación de la adolescente que llega al sitio, con el cuidador, se revela de a poco: con parcos diálogos y gracias a la insistencia de la joven, el rompecabezas se va armando. 

La película rehúye grandes picos emocionales y dramáticos, lo que resulta a fin de cuestas su apuesta más arriesgada y la que la mantiene, en buena parte, al borde de la instrascendencia y el vacío. Pero la intención de inventar un lenguaje, muy ajeno al cine colombiano, un idioma de gestos cotidianos y tiempos del presentimiento y la intuición, hace que, por lo menos esta vez, la película despierte mi solidaridad y empatía.

Los problemas que arrastra esta sugerente propuesta realizada a partir de un cuento del guionista y escritor Carlos Franco, el mismo de El faro (Pacho Bottía) y Edificio Royal (Ivan Wild), son más de puesta en escena y de decisiones de dirección. Por ejemplo la obstinación en mostrar bellamente el paisaje, estetizándolo en algunos casos hasta convertirlo en postal. Y la lamentable escogencia de Marlon Moreno como protagonista. El registro de este famoso actor es tan parco en recursos (y no se trata del estancamiento emocional del personaje), que la película en sus manos amenaza irse por un desbarrancadero sin fondo. Y se trata a fin de cuentas de una película de personajes y de sus transformaciones. Para quienes lo vimos y lo admiramos en Perro come perro (Carlos Moreno), es difícil creer la manera como después de este logrado papel, Marlon Moreno no ha hecho más que repetirse de película en película, o de novela en serie. En contraste, su coprotagonista, Valentina Abril, luce fresca y vital.  

Pero antes me aventuré a calificar como problemática la adhesión de Cazando luciérnagas al cine rural y del paisaje. Y es que por lo general, este tipo de películas han sido, como algunas apuestas del argentino Lisandro Alonso o el chileno José Luis Torres Leiva, mucho más radicales, menos dispuestas a establecer compromisos con las demandas de la industria (como la inclusión de actores famosos) o las comodidades del espectador (como la tendencia a exotizar). En el caso de Cazando luciérnagas los riesgos que se asumen son altos; no obstante los modera la timidez. Como si tras matar al tigre se hubiesen asustado con su piel.

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viernes, 11 de octubre de 2013

Amores peligrosos, o el manual para un cine traqueto

Y las madres, esposas y novias, las hermanas y las tías, la prima lejana y pobre, qué hacían mientras "sus" hombres acumulaban inciertos y fabulosos capitales, mientras llovía la plata como del cielo, mientras los costosos y extravagantes regalos iban y venían. Todos sospechamos qué. Y el cine, la literatura y la televisión, de a poco, han ido creando una representación de esa subcultura de la mujer dentro de la subcultura de la mafía en Colombia. Muñecas y burras, zungas y putas, zorras y perras. En la sola manera de nombrarlas se concreta de forma precisa y cruel la misoginia nacional o esa "axiología de la agresión" que empieza en el lenguaje y termina en los hechos.

Juanita Arias, la Sofía de Amores peligrosos. Foto: Christian Velásquez.
El propio Antonio Dorado, en El Rey (2004), que hoy tenemos que mirar como la primera parte de una trilogía sobre el narcotráfico en Cali y el Valle, había creado un personaje femenino fuerte y conmovedor, interpretado por Cristina Umaña. Con esos antecedentes y con la garantía que uno cree que supone tener en los créditos al escritor Umberto Valverde (1), quien conoce como pocos el mundo popular y la mafía en Cali, no eran pocas las expectativas frente a Amores peligrosos.

Y entonces arranca la película, muy arriba, como para advertirle al desprevenido espectador que esto no es cosa de niñas. De un incierto tiempo narrativo pasamos al presente del relato, con una Sofía agobiada por un inestable "profesor" de filosofía que está enamorado de ella, mientras ella quiere exprimir la vida al máximo entre las fiestas y el sexo; pareciera que la entrañabale heroina de Qué viva la música hubiese encarnado en la recta final de los ochenta dispuesta a completar su tarea de autoaniquilación. El contraste entre la cansada razón representada por el profesor y el éxtasis de la pura acción de estos "empresarios", se hace evidente, con la carga de autodesprecio que conlleva si uno se pone en el lugar desde el que narran Dorado y Valverde (es el intelectual fascinado con su sombra).

Y empieza también el didactismo. El ascenso y caída de Sofía (Juanita Arias) en las garras de la mafía a la que llega a través de un extranjero que la pretende y la introduce en el mundo de los nuevos dueños del poder mafioso, representado por una elegante pareja (Marlon Moreno y Kathy Sáenz), se nos cuenta en una espiral arrebatada que escasamente permite el desarrollo de personajes o la elaboración de algún tipo de reflexividad sobre lo que se está mostrando. Es adrenalina pura, por mucho que veamos a Sofía llorar soprendida por la violencia de este mundo del que sin embargo nunca quiere irse, al que se entrega con la docilidad de un animal sedado de camino al matadero.

Y no paran los lugares comunes. La reiterada y finalmente hueca metáfora de las ratas que tienen el poder de aparacer aquí y alla. Las canciones de salsa que todos nos sabemos. Los sitios de Cali de más fácil reconocimiento (no faltó ni el Teatro Municipal ni la asistencia de los personajes a él en una muestra palmaria de la evidencia de las citas cinéfilas). Los hechos históricos transmitidos por la televisión. La imposibilidad de dejar nada fuera de cuadro, salvo lo que importa (los resortes internos de este mundo, su trágica inevitabilidad). El apego al aspecto más exterior de géneros como el noir o los gángsters. La explícita referencia a La peste de Albert Camus, con su carga sobre la ciudad.Y, de adobo, las fantasías más elementales de un director y un guionista para darle forma y narratividad a un mundo que uno supone que conocen desde adentro. Entre estas el escarceo erótico entre Sofía y la esposa de Marlon Moreno. Una pura fantasía heterosexual. 

Amores peligrosos está lastrada por la falta de compromiso de un equipo con las necesidades de una historia, por la peligrosa tendencia que tiene el cine comercial colombiano a negociarlo todo, a venderle su alma al diablo. El propio Dorado le confiesa a Oswaldo Osorio, en una entrevista publicada en el boletín de www.cinefagos.net de esta semana.: "en el caso de El Rey me rodee de actores que tenían presencia en la televisión, y en esta sabía que necesitaba eso también, pero igualmente quería arriesgar con nuevos protagonistas. Entonces el asunto era concertar, pues necesito los nombres del star system de la televisión, porque es el universo del que tiene el gran público en Colombia (y por fortuna la película sale en un momento en que tanto Marlon Moreno como Kathy Sáenz tienen un lugar importante en la memoria del público)" (2).

Y así, el segundo largo de ficción de Dorado distribuye los imaginarios más simplistas sobre el mundo de la mafia y sus tentáculos. Por ejemplo, cuando el personaje de Kathy Sáenz le muestra su casa a Sofía, hay una penosa exhibición del mal gusto de los mafiosos, pero que es en todo extendidble al mal gusto con que se narra ese mundo. Hay aquí una simetría con El cartel de los sapos y su ostentación de las marcas de una gran producción. En aquella ocasión respecto al filme dirigido por Carlos Moreno, escribí que no era solo una película sobre mafiosos sino una película mafiosa. 

En términos de producción, Amores peligrosos es más modesta que la citada antecesora, pero hay una ansiedad notoria por hacerse entender. Y lo más probable es que esa compulsión aleje al espectador que ya entiende sin lograr captar al que no. La pregunta es qué tanto esta película, concebida como parte de un ambicioso tríptico cinematográfico, no termina reiterando la mirada que la televisión ha codificado sobre estos temas y personajes, con la ventaja a favor de la televisión de que esta la podemos ver en la comodidad de la casa, y sin pagar una boleta. 

Que nadie se queje entonces de que el público, en su sabiduría, le dé la espalda.

Como si no faltaran motivos para salir decepcionado de esta esperada película, el epílogo nos reserva un asombro final. La dedicatoria del filme "a Sofía y todas aquellas mujeres que sobrevivieron a la oscuridad". ¿Se supone entonces que la protagonista, que con sus decisiones contribuye a dejar un rastro de sangre, es un modelo a seguir? Viniendo de una película de hombres este gesto no puede entenderse más que como un remache de insulso paternalismo. 

Notas:

(1). Valverde participa en el guión de Amores peligrosos que a su vez se basa en un relato suyo, "La dura".
(2). Ver: http://www.cinefagos.net/

Ver trailer:



martes, 3 de septiembre de 2013

Réquiem NN: una película de aparecidos



En días en que el documental colombiano araña trabajosamente un lugar en las salas de cine del país, como acaba de ocurrir con La eterna noche de las doce lunas, de Priscila Padilla, y como pasará desde el 13 de septiembre con Don Ca, de Patricia Ayala (además del estreno de Buscando a Sugar Man), es útil preguntarse qué filtros y prejuicios debe superar el cine de no ficción para que los exhibidores consideren ponerlo en cartelera. La siguiente reseña se ocupa de un documental que apenas ha tenido unas pocas proyecciones aisladas en Colombia (la última en el reciente Festival de Cine Colombiano de Medellín), a pesar de lo "atractivo" de su tema y de la legitimidad de su director, el artista plástico antioqueño Juan Manuel Echavarría.

"¡Ánimo! Tú vives, mientras que mi alma hace rato que ha fallecido por ayudar a los muertos"
Antígona, Sófocles


 ¿De qué hablamos cuando hablamos de un documental de artista? ¿Del registro audiovisual de un proceso de creación? ¿De la ansiedad por experimentar y llevar un lenguaje a sus límites expresivos? No por lo menos en el caso de Réquiem NN (2012), el último eslabón de una larga investigación del artista Juan Manuel Echavarría entre la gente de Puerto Berrío, antigua joya del río Magdalena y, en años recientes, o tal vez aún, “un pueblo de espantos”.


A través de notas de prensa que han dado cuenta del fenómeno y de un libro de periodismo íntimo escrito por Patricia Nieto (1), los colombianos hemos sabido que en ese pueblo antioqueño, sus habitantes han hecho suya la extraña costumbre de adoptar a los muertos  que el río arrastra en su impunidad. Adoptar quiere decir aquí, cuidar como propio lo que nadie reclama, hacer suyos unos cadáveres que son ajenos y de todos, cumplir con el deber humano de darles sepultura a los difuntos.

Echavarría, respetuoso y atento a esos incomprensibles mecanismos de duelo, registra en su documental algunas claves secretas de cómo ocurre este milagro ético, este duelo por transferencia. Quienes adoptan a los muertos anónimos, buscan superar con este gesto, algunos dolores no clausurados en sus propias vidas. La cámara de Echavarría se acerca a sus sujetos y les permite hablar. Por cierto, lo suyo, siempre ha sido dar voz, como en aquel pequeño video, Bocas de ceniza, donde apenas veíamos los rostros de los personajes y su reclamo cantado.

Bocas de ceniza: http://vimeo.com/31130555

Por supuesto, se puede argumentar que ese dar la voz, es el gesto asimétrico de un artista que tiene los medios para garantizar, precisamente, esa visibilidad. Y que su trabajo de artista pone en evidencia esas aporías de la representación del otro. Pero no estaríamos hablando de nada nuevo.

Lo llamativo es la contradicción que salta a la vista en la demanda que se le ha hecho a Réquiem NN por parte de algunos de los pocos espectadores que la han visto. Escuché tras la proyección en el Festival de Cine de Cartagena, el comentario de que, para tratarse del documental de un artista, la película de Echavarría defraudaba por la precariedad de su lenguaje documental. Por el contrario,  me parece que las decisiones narrativas que el documental hace propias, el tiempo de los testimonios, el coro de voces que se va entrelazando, es acertado y se ajusta a la vida propia del material. Que no se exponga en el documental el contexto ni se haga un señalamiento directo de los actores de la violencia, es más acertado aún.

De esta manera se impide que el documental tenga una recepción partidista e ideológica, a la manera de un Impunity o en general del valioso trabajo periodístico y documental de Hollman Morris. Réquiem NN se abre, en cambio, a lo universal: la muerte, la ausencia, el duelo, que no tienen, ay, color político. Y además, tratamiento plástico de las imágenes, sí que lo hay. Sirva el solo ejemplo de las tumbas o sus fotografías –para ser exactos–, separadas, aisladas en un fondo negro, que puntúan el ritmo de las imágenes y los testimonios. Lo propio se podría decir de la recurrencia de imágenes del agua, de aves, de postes de la luz. La muerte aparece no solo en su realidad espiritual, sino en sus evidencias físicas.


Los testimonios del documental hilan un discurso sobre la violencia que no es institucional y que permite pensar en la construcción de memorias desde abajo (2), aquellos recuerdos del conflicto que no son beligerantes, sino que apuntan a reconstruir una unidad psíquica o social rota por la violencia. Los habitantes de Puerto Berrío resisten a la violencia, pero no desde la rabia o el resentimiento, sino desde el mito,  la fe, y por qué no, el sentido de lo práctico (como cuando hacen “chances” con los números de las tumbas), la confianza en la continuidad de la vida, a pesar de todo. El documental se permite escuchar a sus testimoniantes con serenidad y calma.

Ha sido difícil la ruta de Réquiem NN, entre el escepticismo de los de aquí y el horizonte de expectativas de los de afuera: estos últimos, casi siempre buscando un tipo de discurso más explicativo y abarcador. Réquiem NN no es un documental sobre desaparecidos; es un cuento de aparecidos, soldado a una tradición oral que resiste a la muerte con la palabra, y que vive la vida con una escandalosa fe.

Ver: http://www.requiemnnfilm.com/
Trailer:

Notas:
1). El libro de Patricia Nieto lleva el título de Los escogidos, y fue publicado en 2012 por Sílaba Editores.
2). Para una ampliación de este tema recomiendo el excelente libro Geografías de la memoria. Posiciones de las víctimas en Colombia en el periodo de justicia transicional (2005-2010), de Óscar Fernando Acevedo, publicado por la Editorial Pontificia Universidad Javeriana.

miércoles, 17 de julio de 2013

De rolling por Colombia: una vuelta por un país inflado de mierda

"Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz". 
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.



En la nueva Calle 26 de Bogotá, muy cerca del Cementerio Central y la Ciudad Universitaria, se puede ver un enorme mural con Jaime Garzón, y una contundente declaración: "País de mierda" (1). Lo que sorprende no es el rostro un poco adolorido de Garzón, cuyo recuerdo es con frecuencia exorcizado -y utilizado- por los medios, ni que alguien haya escrito lo que todos hemos sentido y experimentado alguna vez: que este es el peor moridero del mundo, la patria más infame e inicua. Es el hecho de que la figura de un humorista se asocie al desacuerdo y la contradicción, y no al consenso. Sorprende porque buena parte del humor colombiano de los últimos años -y notoriamente aquel cuyo vehículo ha sido el cine- es puro envilecimiento, distracción masiva que nos permite vanagloriarnos de que aquí, incluso lo peor, nos lo tomamos con gracia.

Jimmy Vásquez y Andrés López. Foto: Simón Ramón.
No hay que dudar de que ese lugar común tiene unos usos políticos, y que además, la realidad contradice el supuesto: lo que hay es un país crispado, donde todos estallamos no en desafueros de gracia sino en proverbiales arranques de violencia, que casi nunca guardan proporción con los hechos. Pues bien, De rolling por Colombia (que se estrena este viernes) juega con ideas aún más peligrosas y de incierta interpretación. Por ejemplo, que no queremos escuchar la verdad sino una fantasía que no nos lastime el ego, que la verdad no existe, que los hechos carecen de importancia y son puro "relato". En suma, la posmodernidad y el relativismo aterrizaron, de bruces, en el humor colombiano.

Para llevar adelante esta premisa, la película de Harold Trompetero no se detiene ante nada, con el convencimiento de que su propia mediocridad e inverosimilitud, al fin y al cabo, hacen parte de lo que se quiere decir; son precisamente "el mensaje". Sin ninguna base realista, el exitoso director de comedias que es Trompetero, entra a saco en uno de los eventos que definieron lo nacional y ayudaron a crear un relato artificial del país (de mierda) que hoy somos: la vuelta a Colombia. Y a eso le suma la evocación de un fenómeno de comunicación que conectó pueblos y regiones mucho antes que cualquier otro medio : la radio.


Hay que apreciar y reconocer la habilidad de Trompetero, tal vez el más exitoso director colombiano desde Gustavo Nieto Roa. Ha intentado darle forma narrativa a hechos que han pasado por alto otros creadores aparentemente más serios. Sabe que el cine es un magnífico señuelo de identificación emocional y le juega a la memoria y a la nostalgia de un pasado idealizado, no para entenderlo sino para recrearlo con ingenuidad y palmaditas en la espalda. Y con toda probabilidad cosechará ingentes frutos de esta estrategia.   

Pero no sabe uno qué pensar de una película que no solo es sobre la mentira sino que miente y miente mal. De rolling por Colombia empieza con imágenes tomadas de Rapsodia en Bogotá, la película documental que hizo José María Arzuaga al comienzo de los años sesenta, cuando la capital de Colombia tenía un rostro nuevo, después de la violenta conflagración de 1948, que la semidestruyó. Pero la película de Trompetero se sitúa en 1952. Es apenas un ejemplo de las licencias que se toma, y del empleo chapucero y abusivo del archivo y los efectos especiales.


Natalia Durán. Foto: Simón Ramón.
Es una comedia, dirán algunos, y por lo tanto, no hay que detenerse en minucias, no se necesita ser creíble. Pero yo creo que sí, porque incluso las bromas y las mentiras deben tener la apariencia de lo verdadero. Y en De rolling por Colombia las peripecias del trío de personajes que para salvar una emisora en crisis, decide hacer una transmisión ficticia (y a la postre muy exitosa) de la vuelta a Colombia, nos demanda dosis enormes de condescendencia, nos exige que pasemos por alto toda lógica narrativa con la única promesa de que es una hermosa fábula sembrada de risas y buena voluntad. Y que perdonemos a actores que no actúan sino que nos arrullan con una sinfonía de mohines y gestos desencajados. Y una dirección de arte que es, otra vez, el pastel de la cereza. Y una cadena de acontecimientos que solo alguien de otro mundo podría creer. En mi caso, no estoy dispuesto a entregar tanto. Y el casi seguro éxito de esta película no es algo que me vaya a alegrar, porque a lo único que contribuye es al embrutecimiento.

Reconozco que todo esto no es más que una desarmada perorata contra una película a la que nada puede detener, pues la protegen fuerzas sociales y sicológicas muy arraigadas. El espectador colombiano parece fácil de convencer y ha demostrado ser capaz de cambiar su fe -y el dinero de una boleta- por cualquier bolita de mal cristal. En suma, al público le gusta ser tratado como un niño, ama la nostalgia y las palmaditas en la espalda. Y tendrá lo que se merece. 

No hay sino que ver quiénes son nuestros ídolos. Porque no sabe uno qué pensar de la horda de periodistas que el día del ensayo de prensa se abalanzaron hacia Andrés López, protagonista del ripio en cuestión, junto con Jimmy Vásquez y Natalia Durán. ¿Qué sentirá el humorista de este engaño tan bien orquestado? Seguramente se reirá de nosotros con la certeza de que se necesita muy poco para ganar el amor de este pueblo, y de los medios y el cine, que son sus voceros. Basta con exhibir una panzona y autocomplaciente medianía.

(En realidad, si sé muy bien qué pensar de todo esto, pero como lo dijo el propio Andrés López: "si no le gustó la película, guárdeselo").

(1). Una amiga me recuerda que esta frase es tomada de las palabras del presentador deportivo César Augusto Londoño, el día del asesinato de Garzón: "Hasta aquí las noticias, país de mierda". Gracias Patricia Valencia.

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