domingo, 11 de marzo de 2012

La cara oculta: el sexy thriller de la otra Colombia

La siguiente reseña sobre La cara oculta, de Andi Baiz, una película que hasta la semana pasada acumulaba más de 600 mil espectadores en Colombia, fue publicada en el número más reciente de la revista Kinetoscopio. La republico aquí, con algunas variaciones, porque creo que es una película que, en todo sentido, está en las antípodas de Porfirio (ver la entrada de este blog el 9 de marzo), especialmente en el muy concreto uso de la sexualidad y el cuerpo de sus personajes. Ver estas dos reseñas en conjunto puede ser ilustrador, porque pensándolo bien, esos personajes de La cara oculta sí que son la otra Colombia.

La cara oculta, de Andi Baiz

En un artículo para la revista SoHo de enero, Andi Baiz define su segundo largometraje, La cara oculta, como un sexy thriller, y repite así el albur que ya se podía leer en el press book de la película.


Ya sabemos, siguiendo a Rick Altman, que el de género es un concepto múltiple, y que una de sus “funciones” es servir como etiqueta o nombre de una categoría fundamental para las decisiones y comunicados de distribuidores y exhibidores. También sabemos que ya no existen, o quizá nunca existieron, géneros en estado impoluto: lo de ahora es apropiación, hibridez, signos que remiten a otros signos, el cine como una cita infinita. Lo que extraña es que alguien tan respetuoso de la artesanía de las películas, tan admirador del clasicismo, tan rígido y ordenado como Andi Baiz, acolite esta impureza.

Martina García
 Pero la contaminación es funcional. Aunque La cara oculta  se  promocione en el afiche como una película del director de   Satanás, por encima incluso del atractivo publicitario de Martina García, estamos ante uno de los filmes más ambiciosos en términos industriales que se haya hecho con la etiqueta de cine colombiano. La empresa Dymano en asocio con Twentieth Century Fox, y en coproducción con Avalon, Bunker y Cactus Flower, son responsables de una cinta que tiene todas las trazas del cine de productor, y que en ese sentido, repite las potencialidades y paradojas de otros proyectos semejantes  como Rabia (Sebastián Cordero, 2010) y Contracorriente (Javier Fuentes-León, 2010), ambas producidas por Dynamo. ¿Cómo está negociando Colombia su inserción en la arena transnacional del cine?, discusión que se plantea en mucho espacios como el libro de Juana Suárez, Cinembargo Colombia: ensayos críticos sobre cine y cultura, en blogs y portales como www.enrodaje.net de Julio Luzardo y por supuesto en el proyecto de la ley 150, que se presentó al congreso el año pasado para darle herramientas a la Comisión Fílmica e impulsar el rodaje de películas extranjeras en Colombia.
 

Las respuestas a este dilema no pueden ser unívocas, aunque exista la tentación de pensar de manera esencialista que el único cine colombiano es el que se hace en Colombia, con temas, dinero y personal técnico y artístico nacional. Aun descartando caer en esa simplificación, la pregunta abierta es qué discursos e imaginarios sobre Colombia va a poner en circulación este “nuevo cine”.

La cara oculta no es quizá la película más adecuada para empezar una discusión de esta naturaleza, porque a mi parecer no aspira a ser nada distinto a una buena película, sin más adjetivos. No es la gran película sobre la inmigración, la clase media, lo popular, el conflicto, el posconflicto o cualquiera de esas macro narrativas de lo colombiano. Y Andi Baiz la dirige con un profesionalismo del que no se puede dudar, mientras seguramente espera una oportunidad de sacar adelante un proyecto mucho más ambicioso: adaptar El crimen del siglo, la novela de Miguel Torres sobre Roa, el asesino de Gaitán. Su impureza entonces –la de Baiz– se explica por la necesidad de sobrevivir en un medio hostil.

Pero esto no evita el desencanto frente al resultado de su empresa. La cara oculta nos instala como espías de un trío amoroso –ahí la variante sexy– sazonado con elementos del más clásico suspenso. Adrián (Quim Gutiérrez), un músico español, es contratado para dirigir la Filarmónica de Bogotá; llega a Colombia en compañía de su novia Belén (Clara Lago) y juntos se instalan en una amplísima casa que les alquila una inmigrante alemana. Pero Belén desaparece y Adrián conoce a Fabiana (Martina García), la mesera de un bar, de quien se enamora. La narrativa de la película no sigue ese orden, pues empieza cuando ya Belén ha desaparecido y Adrián y Fabiana se están conociendo. Según Andi Baiz “es una historia que se narra dos veces, pero a través de dos puntos de vista diferentes. En la primera mitad, donde el personaje principal es Fabiana, la narrativa es hilada por los códigos del género de suspenso. Los movimientos de cámara son controlados, técnicos y elegantes; un cine más clásico. La historia luego se cuenta otra vez, pero a través de los ojos de Belén. El género aquí tiene una bella metamorfosis y se convierte en un drama, cargado de tensión y emociones fuertes. Gran parte de esta segunda mitad, se narra con la cámara al hombro. Esto para darle inestabilidad a la mirada del personaje, y para proporcionar a la actriz mayor libertad escénica”.

Pero esa doble narración es el mayor problema de la película, pues la información se le brinda demasiado pronto al espectador, o por lo menos se le entrega en forma poco dosificada, y el interés decae o se tiene que trasladar al análisis de la pasión amorosa y de la naturaleza femenina. Embarcado en esta aventura, el filme se vuelve obvio y explicativo. El búnker donde desaparece la protagonista tiene claras alusiones al inconsciente. En la topografía de la película el búnker está en el espacio bajo de la casa y alude a los contenidos reprimidos de la mente. Quizá en esa decisión Baiz vuelve a homenajear a uno de sus directores favoritos, Michael Haneke, para poner en duda aquella presunción de que la cultura modera nuestros instintos. Que el personaje sea un músico clásico y la propietaria de la casa una alemana, aumenta la transparencia de este campo semántico tan cercano al director austriaco que Baiz cita de forma muy explícita en su cortometraje Hoguera (2007).

Baiz juega por último a satisfacer el voyeurismo del espectador, a través del personaje de Belén, quien ve sin ser vista, a través del vidrio blindado del búnker, de transparencia unidireccional. En el artículo de SoHo Baiz menciona ese voyeurismo como fundamental en algunas películas de Hitchcock, De Palma, Lynch y por supuesto Haneke, y en esa tradición ubica a La cara oculta. “El búnker sería una caja dentro de otra caja”, pero no una caja herméticamente cerrada sino abierta a otra caja. Pero ¿cuál es esa otra caja?: el afuera del búnker, la película, el mundo. Quizá el amor, una aporía insalvable que, sin embargo, promete salvarnos.

Clara Lago
Lo que Baiz olvida es que no necesitamos de ningún mecanismo ni de ningún dispositivo para ejercer de voyeurs. Aunque el voyeurismo es un placer mediatizado, el pacer retrocede ante lo evidente. La cara oculta subraya y sobreexpone, como si desconfiara de su material o necesitara asegurarse que el público muerda el anzuelo. Pero el espectador de cine es perverso por definición como ya lo demostró Slavok Zizek en su The Pervert’s Guide to Cinema (2006). Y una buena película nos enseña a desear -es decir a temer- aquello que no sabíamos, nos desplaza de nosotros mismos. Lo demás es entretenimiento, norma en vez de transgresión, obediencia debida.

Por último, ¿qué diría Laura Mulvey, la gran señora de los estudios de cine y feminismo, de una actriz colombiana –Martina García– a la que siempre hay que empelotar? Vale la pena citar el comentario off the record de un productor colombiano dispuesto a hacer una película con Martina García donde ella no se desnude y a ponerlo como slogan promocional. Pero hasta en eso Andi Baiz, esta vez, fue obediente. No valía la pena.

Ver trailer:


viernes, 9 de marzo de 2012

Porfirio: la película está en otra parte

Dos periodistas en un ensayo de prensa de The Iron Lady, se preguntaban esta mañana si Porfirio era tan buena película y tenía suficientes méritos como para haberse ganado el Festival de Cine de Cartagena (sic) (1). Sobre todo, decía uno de ellos, ¿qué necesidad había de mostrar el pene erecto del protagonista y ese sexo explícito que se ve en la película? Eso, según el interlocutor, debió haberse tratado de otra forma, más estética.

Porfirio Ramírez, protagonista de Porfirio
Yo había escuchado que, especialmente a muchos jóvenes, que piensan que el sexo es su derecho exclusivo, la frontalidad de la película les molestaba. Pero el señor periodista que rechazaba la representación "porfiriana" de la sexualidad (entre gente no sólo adulta sino de carnes abundantes, "esa peculiar concepción del amor del hombre subdesarrollado, ese cerdismo que resulta del trato con el barro, de la necesidad de dinero y carne", como escribiera Andrés Caicedo a propósito de Pasado el meridiano, de José María Arzauaga) debía tener una edad parecida a la de Porfirio Ramírez.

Con la infinita paciencia que me da mi entrada a la edad madura, tercié en la conversación: "Yo creo que sí había necesidad, porque Porfirio es una película sobre un cuerpo atrapado, pero también un cuerpo que se resiste a la inmovilidad, que no ha perdido la curiosidad y la angustia del mundo". El afiche mismo de la película (ver imagen abajo) sugiere el peso de lo físico en la definición y el carácter del personaje, sin que por eso se le animalice o se le muestre como alguien irracional o infantil, como es tradición en la representación que el cine colombiano ha hecho (Arzuaga incluido) de los que, incómodamente, se denominan en la reflexión académica como sujetos marginales o subalternos, excluidos de los proyectos racionales de la modernidad.

Todas las decisiones estéticas de la película (la duración de los planos, el montaje, el uso del cinemascope, la selección de las locaciones), la velocidad con que nos muestra las acciones, contribuyen a que sintamos la singularidad de Porfirio, su misterio, su tiempo interior: un tiempo que no es ni vacío ni muerto (como se volvió un lugar común decir), que al contrario, es profundamente intenso y lleno de motivaciones y desarrollos como en los personajes del cine clásico, aunque no esté expresado con énfasis dramáticos, ni mediante clímax argumentales.

Los supuestos momentos de acción (como el secuestro del avión por parte de Porfirio, la forma desesperada que él encuentra para buscar la atención del gobierno a su reclamo de una indemnización por una bala que lo ha sembrado en la inmovilidad) no le son mostrados al espectador, porque la película quiere que veamos otras cosas, que reencuadremos la mirada, que contemos los segundos y los minutos (tal como Porfirio ha llegado a saber, de tanto mirarlo, cómo es el techo de su casa en cada detalle), que percibamos matices, que hilemos las relaciones que se sugieren entre lo público (esa calle siempre visible, esa puerta de la casa de Porfirio siempre abierta) y lo privado: una vida familiar, una subjetividad desgarrada, aunque quizá por lo mismo fortalecida, por un absurdo accidente. La película está en otra parte.

Afiche de Porfirio, de Alejandro Landes
Porfirio desafía de muchas maneras la comodidad del espectador. Si en las películas de Víctor Gaviria, la familia bienpensante (quizá también la malpensante) nacional encontraba intolerable el lenguaje de los personajes, en la opera prima de Alejandro Landes resultan intolerables esos cuerpos sin glamour, y que para colmo de males "tiran". Eso puede llevar al malentendido de considerar que Porfirio le apuesta a una estética documental (al fin y al cabo solo en el documental parece legítima la presencia de la fealdad). Claro, en la película hay reenvíos entre la ficción y el documental (el más claro es que Porfirio Ramírez se interpreta a sí mismo), pero más en la manera como nos enfrenta a las huellas de lo real, para usar, justamente, la expresión de Luis Duno-Gottberg en torno a la obra fílmica de Gaviria, que en una estructura argumentativa propia del discurso documental. Se trata aquí de una confrontación con lo real, en términos lacanianos, esa instancia (intolerable) que se resiste a la simbolización y escapa al dominio imaginario del sujeto. Lo real es un trauma, y Porfirio no nos evita esa confrontación. La película registra, inscribe una serie de gestos traumáticos (en lo personal, la presencia del personaje paisa -el que le consigue a Porfirio una de esas "pepitas que explotan"- en la película me resultó intolerable, extraña, me llevó a un territorio familiar y a la vez tremendamente ajeno e imposible de racionalizar, a una zona de incomodidad muy distinta a la caricatura que ha terminado siendo Fabio Restrepo, el actor natural que se inauguró en Sumas y restas y que ha vuelto a representar a un paisa en la reciente Chocó). Porfirio es un cine adulto, desencantado, anti espectacular, que muestra vínculos rotos pero al mismo tiempo búsquedas desesperadas de sentido y unidad. Estamos ante un filme que no se complace en lo que muestra, pero que a la vez, no puede evitar mostrarlo.

En torno a la poca respuesta de público para una película antecedida de una exitosa participación en festivales, se han escuchado esta semana voces de frustración. Yo mismo eché fuego en una de esas discusiones para reclamar que tengamos calma: Porfirio será, a largo plazo, una película más perdurable que los actuales o recientes éxitos de taquilla del cine nacional. "Su tiempo de recepción -tanto como el de su narración- va a otras velocidades". Porque el tiempo premia la coherencia ética y estética, y esta película lo que sí tiene es integridad y compromiso con lo que se propone contar.

También se han escuchado voces -medio en broma, medio en serio- que resaltan los méritos de la película pero se lamentan de que "no sea colombiana", por el simple accidente de un director que se formó fuera del país, de un equipo técnico y artístico internacional, de una estética que dialoga con tendencias del cine contemporáneo (lo que llaman despectivamente película festivalera, sin reconocer en esta tendencia unos discusiones de estilo que son, al mismo tiempo, individuales, de época y geográficas). El debate es vergonzoso, o por lo menos irrelevante. Porfirio dice más del país que muchas películas 100% colombianas. Y las cosas que dice, insisto una vez más, las dice sin estridencias, con convicción, independencia y serenidad.

Nota: (1). En realidad Porfirio ganó el premio a mejor película y mejor director en la competencia Colombia al 100% y el premio a mejor director en la Competencia Oficial Ficción.

Dos reflexiones de Alejandro Landes:
 


Ver trailer:

domingo, 4 de marzo de 2012

Cine colombiano e identidad cultural: respuesta a una estudiante

Hace poco recibí un cuestionario sobre cine colombiano de una estudiante (no estoy seguro de si cursa los últimos años de bachillerato o los primeros de la universidad) que adelanta un proyecto de investigación sobre cine e identidad. Sus preguntas, aparentemente sencillas, creo que apuntan a cuestiones de largo aliento, reflexiones que aún no están clausuradas, que se hicieron en otras épocas y que ahora deben ser retomadas.

Transcribo aquí mis respuestas a ese cuestionario:

¿Se puede hablar de un cine colombiano? ¿Cómo lo define?
Se puede hablar de una producción de películas colombianas, con altibajos pero ininterrumpida, por lo menos desde los años cincuenta. Pero la definición cine colombiano es incierta y merece replantearse a la luz de nuevas aproximaciones. Las preguntas que surgen frente a la categoría “cine colombiano” son, por ejemplo: ¿el cine colombiano es cualquier cine hecho en el país, incluso por extranjeros o en modelos como las coproducciones, o sólo el cine hecho por ciudadanos colombianos? Si es esto último, ¿también es cine colombiano lo que hacen ciudadanos del país en lugares como Barcelona o Nueva York, por poner dos ejemplos de ciudades con fuerte presencia de inmigrantes colombianos? Creo entonces que la categoría “cine colombiano” merece ampliarse de acuerdo con lo propio de un arte y una industria como el cine que traspasa fronteras y es transnacional no sólo ahora que se habla de globalización sino desde los comienzos mismos del cine (prueba de eso es la amplia participación histórica de extranjeros en el cine colombiano, lo que lo convierte en un escenario privilegiado de diálogo intercultural).

¿Cómo contribuye el cine colombiano en la generación de identidad nacional?
Más que identidad, el cine genera pensamiento crítico, y permite formar lo que los analistas llaman una “memoria no oficial”. Los discursos de la identidad son muy peligrosos en tanto pueden volverse esencialistas y utilizarse de forma politizada. Lo que sucede es que hay una manera de reclamarle al estado subsidios para el cine apelando a ese discurso de que el cine genera identidad, pero cuando se analizan las películas colombianas lo que uno ve es una visión del país que es muy contradictoria, que no es cómoda, que no es una identidad patriotera como la que puede despertar la música o el folclor, por ejemplo. Entonces no es identidad lo que el cine genera, es memoria. Pero claro, sin memoria no hay identidad.

¿Cuál cree que es la intencionalidad del cine social colombiano y cuál considera que debería ser?   (Cómo está el cine colombiano respecto al deber ser del cine si es que existe tal cosa)
El cine está inserto en la sociedad, toda película habla de la sociedad en la que se realiza. Creo que era Godard quien decía que las películas de ficción se vuelven documentales sobre sus condiciones de rodaje, en ellas se hacen visibles las huellas materiales de un lugar y una época. Por otra parte existe un cine que abiertamente pretende hablar de los problemas duros de un país y en eso hay claros ejemplos en la producción de películas colombianas. Desde la época de Focine (los años ochenta) el cine ha asumido la responsabilidad de contar los traumas políticos y sociales del país, casi como oposición a las narrativas televisivas. Ahora estamos en un momento en que los directores sin dejar de plantearse esa obligación están buscando reencuadrar esos traumas y esas memorias conflictivas, hablar en tonos menores, poner por encima el cine como lenguaje y discurso artístico antes que cualquier responsabilidad política. Es un verdadero cuello de botella. Las películas ahora lo que veo que intentan hacer es ir más allá de los hechos, porque el cine no informa a la manera de un noticiero, no ilustra lo que sucedió, el cine plantea una visión mucho más integral, el cine interpreta. No es un reflejo mimético, es una representación y un discurso, y como tal debe entenderse y analizarse.

¿Cree que es importante que en Colombia se siga produciendo este tipo de cine? ¿Por qué?
Es importante que se sigan haciendo este tipo de películas, como el caso de Retratos en un mar de mentiras o Los colores de la montaña, pero tienen que evolucionar hacia representaciones menos inmediatistas, abordar los problemas sociales desde nuevos enfoques, contar mucho más las historias menores de nuestra larga historia de violencia y conflicto. No es un camino fácil porque está sembrado de trampas: ¿cómo representar a las víctimas y a los victimarios? Al respecto, un profesor que trabaja en la Universidad de los Andes, Iván Hurtado, decía hace poco en una entrevista para Semana, que nos equivocamos si miramos el conflicto colombiano en términos de víctimas y victimarios absolutos. Él decía que esa es una visión heredada de la Segunda Guerra Mundial, donde se definieron dos bandos identificados con el bien y el mal, sin matices. Es el triunfo moral de los vencedores, que se decretó en los juicios de Nuremberg. El cine, por ejemplo, ha contribuido grandemente a esa visión de la Segunda Guerra Mundial que desconoce la existencia de zonas grises, de víctimas que se vuelven victimarios. Ese es el reto que tiene el cine colombiano, dar cuenta de la complejidad con la que sucedieron y siguen sucediendo las cosas en el país.

¿Qué temáticas considera que han sido olvidadas por el cine colombiano?
Bueno, hay macronarrativas en el cine colombiano, es decir, discursos dominantes: la representación de la violencia es una de esas macronarrativas, la representación de lo popular a través de la comedia o de géneros híbridos como la comedia negra o el melodrama costumbrista es otra narrativa. Esas macronarrativas evidentemente son reduccionistas, dejan mucho país por fuera. Es contradictorio que a pesar de que el cine sea un medio de expresión mayoritariamente en manos de la clase media, sea esta población y sus problemáticas las que están más lejos de las pantallas, como si nos costará enfocar la mirada en lo más cercano y entendiéramos el cine como un medio para hablar por el otro; yo creo que en eso hay una actitud un poco de culpa o vergüenza de clase.

¿De qué manera se han abordado temáticas como la violencia, el narcotráfico y el desplazamiento en el cine colombiano?
Es imposible resumir esas representaciones sin caer en simplificaciones. Depende de la época, de la región y de otra multiplicidad de factores. En la Cali de los años ochenta, por ejemplo, se hizo un cine sobre la violencia de carácter alegórico (Carne de tu carne, Pura sangre), que aún produce obras epigonales como Todos tus muertos. En Medellín ha predominado un realismo duro y una investigación de hondas raíces etnográficas como en el caso de las películas de Víctor Gaviria. En Bogotá, el discurso dominante fue la representación de lo popular, desde arriba, es decir, con poca solidaridad -o a veces abierto desprecio- con los sujetos representados. Todo esto tiene matices, que son imposibles de desarrollar aquí. Lo que pasa hoy en día es que hay una implosión de todos los discursos, un cine colombiano cada vez más difícil de encasillar, con apuestas en varias direcciones. Lo que se vio en Cartagena, en el reciente festival, es prueba de ello. Películas sembradas en unas narrativas del pasado, anticuadas como El gran Sadini de Gonzalo Mejía, eficaz cine de género como 180 segundos de Alexander Giraldo, obras documentales que superan el discurso argumentativo y explicativo del documental y abren una zona de exploración artística tremendamente radical como Corta de Felipe Guerrero. Y por último, películas como Porfirio, que son de temática y locaciones colombianas, pero completa y saludablemente insertas en un lenguaje internacional, en un modo de producción sin fronteras. Para volver a tu primera pregunta, todo esto es y debe ser el “cine colombiano”, algo cada vez más difícil de definir.